¿Puede la inmigración revertir el cambio demográfico?
Por Carmen Ródenas Calatayud, catedrática de Economía Aplicada de la Universidad de Alicante.
El origen de esta entrada en el Blog de ALDE es la sugerencia que meses atrás me hicieron los directores de las XXXIII Jornadas de Alicante de Economía Española, para presentar este tema en una de las sesiones del pasado mes de noviembre, así como el amable ofrecimiento de la profesora María Asunción Prats para difundir aquí las principales ideas.
No es una cuestión nueva. Demógrafos y economistas llevan haciéndose esta pregunta desde que el envejecimiento de las poblaciones en los países desarrollados -a finales del siglo pasado- comienza a ser una preocupación para sostener la estructura financiera de los sistemas públicos de pensiones. Y, siendo sincera, lo cierto es que un título como este no se merecería una entrada de blog sino, al menos, un libro entero.
Pensando que, en realidad, lo interesante no era si en España la inmigración podía revertir el cambio demográfico, sino si era posible confiar en la inmigración como el recurso demográfico que sostuviera en el futuro el esquema de pensiones, hice una serie de sencillos ejercicios de contabilidad demográfica a partir de las estimaciones de la población futura disponibles. En concreto, utilicé las últimas proyecciones de población 2018-2068 del INE, las del periodo 2016-2070 del EUROSTAT, las de Naciones Unidas para 2015-2100 y las recientes previsiones de población 2017-2050 de la AIReF.
Como cada una de estas estimaciones utiliza supuestos e hipótesis distintas acerca del comportamiento de los tres componentes demográficos (natalidad, mortalidad y migraciones), los resultados en términos de población total y de su estructura por sexo, edad y lugar de nacimiento, varían. En lo que interesa para esta entrada, en todas las estimaciones se eleva significativamente la ratio de dependencia cuasi-laboral, esto es, la relación entre la población en edad de jubilación –mayores de 65 años- y la población en edad de trabajar –adultos entre 16 y 65 años de edad-. Por ejemplo, desde 2018 y con el horizonte en el año 2050, las estimaciones del INE establecen que la población de 65 y más pasará de suponer el 18,1% del total al 30,9%. De este modo, la relación de dependencia se dobla hasta 55,7 desde una ratio de 27,5 potenciales jubilados por cada 100 personas potencialmente ocupadas, como se muestra en el gráfico:
Todo lo demás constante ¿qué habría que hacer al menos para mantener estable la actual ratio de dependencia? Pues atraer inmigrantes.
Sí. Pero, ¿cuántos?
Las grandes cifras son muy elevadas. Para que se mantuvieran en 2050 los parámetros actuales de dependencia cuasi-laboral, los inmigrantes deberían alcanzar un peso en torno a un 43-47% de la población y a un 63% de la población en edad laboral. En ninguna de las estimaciones de población manejadas la cantidad necesaria de inmigrantes para que en 2050 no se mueva la relación de dependencia actual, baja de 34 millones de personas (gráficamente, la cantidad quedaría reflejada por los colores más intensos –inmigración proyectada por el INE- y las flechas –inmigración adicional estimada- que ensanchan la pirámide de población entre 15-64 años, en 2050).
Sin embargo, estas considerables magnitudes no deben sorprender. Por lo general, hacer descansar en la inmigración la reversión de los ciclos demográficos implica una gran cantidad de entradas netas de personas procedentes del extranjero. Ya en la década de los ochenta Lesthaeghe et al. (1988) obtenían que solo para mantener el mismo volumen de población en la UE-12 en el año 2050 sería necesario aceptar unas entradas netas anuales de casi un millón de inmigrantes, de forma que se acabaría por tener un tercio de la población residente de origen extranjero o descendiente de extranjeros. Otro ejemplo, son las proyecciones que realizó Naciones Unidas en 2001 en las que para mantener constante la ratio de dependencia en 2050 se requería la entrada de un total de 89,6 millones de personas en Francia, 181,5 millones en Alemania o 113,4 millones en Italia, lo que suponía sostener en 2050 un mínimo del 48%, 60,7% y 58,6% de extranjeros en las respectivas poblaciones.
A estas alturas a nadie se le escapa que la respuesta a la pregunta inicial es, claramente, negativa. Desde luego, no podemos asegurarlo por la extrema variabilidad del fenómeno, como muestran los vaivenes de la historia migratoria reciente de nuestro país. Pero, además, para que la inmigración invirtiera las actuales tendencias demográficas habría que controlar su volumen, sus características y, también, la permanencia de los flujos. Lo que plantea, evidentemente, otro problema: el improbable apoyo social con el que contarían las medidas de corte estrictamente demográfico para reequilibrar la balanza poblacional. Y más todavía en contextos de desempleo elevado, como el actual.
Si la inmigración es objeto de análisis en el marco de la preocupación por el envejecimiento, el crecimiento de la ratio de dependencia y el sostenimiento del sistema público de pensiones, es oportuno señalar qué parte de la responsabilidad le corresponde en la identidad del gasto en pensiones (IMF, 2017):
Puede apreciarse que para mejorar la ratio del gasto en pensiones en relación al PIB no hace falta recurrir exclusivamente a la inmigración (que, en las condiciones adecuadas, reduciría coyunturalmente el peso del componente demográfico). A la vista de la identidad, debe recordarse que el equilibrio demográfico no es la única solución, ni siquiera la fundamental para la preservación del equilibrio del sistema de pensiones. La buena noticia, por tanto, es que no dependemos exclusivamente de los inmigrantes, ni de la natalidad, sino que bien podría decirse aquello de que “no es la demografía, es la regulación y la economía, estúpido”.