Las dos torres: ¿Puede la cultura contemporánea pensar algo nuevo?

En uno de sus últimas obras, la ensayista Beatriz Sarlo realiza una investigación para mirar con nuevos ojos el lugar de la cultura, que parece adormecida por el hiperrelativismo y el tedio. En los ensayos que componen este libro, Sarlo recorre los diferentes campos de la cultura contemporánea -del cine y la música de vanguardia al teatro alternativo, de las artes visuales y la literatura- para preguntarse dónde residen hoy las posibilidades de sorprender, de escandalizar, de pensar algo nuevo.
A continuación un fragmento del capítulo «La literatura en la esfera pública»
«En el próximo siglo, no habrá más libros». Lyotard no se refería solo a la desaparición del libro como objeto. Todo el mundo sabe que las pantallas, las bases de datos y la web tendrán el papel que un tipo de libros desempeñaba en el pasado. Una enciclopedia, por ejemplo, es un hipertexto escrito antes de que se inventara el hipertexto virtual. «En el próximo siglo, no habrá más libros» es una profecía que anuncia que la cultura del libro (con mayúscula, no solo objeto sino símbolo) pertenece al pasado. Los judíos, los musulmanes, los cristianos, los comunistas, los nacionalistas y los socialistas giraron en torno a un libro sagrado, inspirado en ocasiones por Dios mismo.
Cuando las humanidades no vivían bajo la amenaza de esta profecía, tampoco necesitaban que se las defendiera. Hubo épocas en que la literatura y la filosofía eran parte indiscutible de un programa ideal de formación de ciudadanos, o por lo menos de las élites de la polis (hoy nuestras élites están bestializadas). Durante mucho tiempo, se pensó que era a partir de ideas escritas en libros que podía fundarse un argumento sobre la «buena» sociedad y su gobierno. Por esta razón, los libros, en especial la literatura, la filosofía y la historia, fueron decisivos en la formación de los Estados modernos.
Ese fue el caso de muchos países latinoamericanos, donde la república moderna surgió como creación consciente de una voluntad intelectual nacional. En la Argentina, las escuelas fueron un eje del programa republicano y, en muy pocas décadas, incorporaron a la ciudadanía a centenares de miles de inmigrantes y criollos. Antes, los hombres de la organización nacional confiaron a un libro la clave del enigma político que debían resolver: Sarmiento creyó que Facundo era una de sus mejores credenciales para aspirar al gobierno.
La escuela moderna fijó en la enseñanza de la lengua, la historia y la literatura nacional el trivium de una educación masiva. Las universidades debían proporcionar una élite ilustrada dentro de la cual se iría aceptando a los mejores hijos de los más pobres. Es completamente imposible mantener esta confianza ahora. Por una parte, porque ya sabemos que las élites no se moldean con tanta facilidad; por otra parte, porque una nueva consideración de las culturas populares presupone la crítica de estos programas humanísticos ilustrados y, por cierto, bastante autoritarios.
La crisis de estas certidumbres es parte de nuestro paisaje cultural. Pone sus límites a la esfera pública desde lo que se ha dado en llamar la «revolución comunicativa», que ha construido una nueva esfera pública posmoderna, si la expresión no es un oxímoron.
De hecho, nos movemos en un paisaje fracturado donde la cultura letrada está en una posición defensiva, mientras que ciertos países asisten a una extensión inimaginable del arte en la vida cotidiana. El mercado cultural, el mercado de las artes visuales y de los museos, el mercado de las ciudades y del turismo como objetos y prácticas culturales, está creciendo; todo el mundo sabe que una exposición de arte exitosa provoca casi tanta aglomeración como la final de un campeonato de fútbol. Tenemos derivados artísticos en campos importantes de la vida cotidiana, en la publicidad o en MTV. Y muchos intelectuales argumentan que MTV o la publicidad se han hecho cargo de las funciones que en épocas pasadas tenía el arte de élite.
Otra mutación afectó nuestro concepto de cultura letrada transformándola en un corpus más liberal y universalmente humano. Comenzamos a reconocer la diversidad como una cualidad que debe ser tenida en cuenta por cualquier canon. En la academia, las consecuencias de este cambio ideológico se implantaron en la versión norteamericana de los estudios culturales de origen británico, una versión que cualquier liberal considera como la forma políticamente correcta de encarar la literatura y las humanidades. Los estudios culturales han desarrollado metodologías libres de prejuicios elitistas para encarar los productos de las industrias culturales (que, en casi todo Occidente, han reemplazado a los objetos y las prácticas de la llamada cultura popular).
Sin embargo, deberíamos tener en cuenta que los estudios culturales no son una solución a la cuestión del arte y la literatura sino un planteo de sus problemas. Los estudios culturales se caracterizan por su perspectiva ultrarrelativista. Yo querría afirmar que el arte y la literatura modernos no pueden ser captados por completo desde un punto de vista exclusivamente relativista. La experiencia estética y la discusión de valores estéticos pueden basarse sobre una diversidad democrática, pero requieren mucho más que el respeto de esa diversidad. Requieren evaluación, que, en el caso del arte, no proviene de reglas democráticas y puede no tener a la diversidad como factor guía.
Existen diferencias básicas entre una cultura concebida en sentido antropológico y las artes como una forma especializada de simbolización. Cuando digo «arte», me refiero al arte moderno, que presupone la tradición, se basa en un diálogo conflictivo con el pasado y postula el surgimiento de algo nuevo. Este arte se resiste a todo intento de identificación directa. Por el contrario, las identidades culturales en sentido amplio tienden a ser identidades positivas. Cuando se definen como momento negativo en relación con otras identidades, esta negatividad no supone un vacío: afirmar que no soy un serbio, o que no soy un hombre blanco, no significa un vacío de identidad. El arte moderno, en cambio, se define contra un fondo de procesos negativos o conflictivos de identificación. En este sentido moderno, los objetos del arte son artefactos complejos desde un punto de vista ideológico, semántico y formal. Y es este tipo de objetos lo que se encuentra hoy en medio del fuego cruzado de las nociones provenientes de los estudios culturales y de la industria cultural.
Sobre este punto, una muy breve consideración de dos capítulos de nuestro pasado reciente que se relacionan con la situación actual. Me disculpo por comenzar con una anécdota autobiográfica. En 1960, yo tenía 18 años. Ingresaba a la Universidad de Buenos Aires después de aprobar un examen en el cual había citado algunos versos de Mallarmé que no comprendía en absoluto pero que amaba. En ese examen, había tratado de desplegar una relación falsamente familiar con textos literarios de la vanguardia; era, al mismo tiempo, esnob, pretenciosa y torpe. Era fundamentalmente libresca, pero yo quería ser libresca porque esa era la única forma de relacionarme con los libros.
Después de aprobar ese examen, los primeros cursos fueron una desilusión. Me enseñaron gramática estructural y tuve la primera oportunidad de leer a Saussure. Sin embargo, me lo perdí, porque nadie me dijo que Saussure era un pensador fundamental y no supe descubrirlo sola. Las cosas empeoraron cuando, en el primer curso de literatura, tuve que leer a Azorín, el escritor favorito de mi padre. En ese momento casi perdí la esperanza, porque el mundo parecía dividirse entre autores de los que nunca había oído hablar y autores, como Azorín, de los cuales creía saberlo todo y a los que me sentía superior. Por algunas semanas cambié a la filosofía, pero en vez de leer a los verdaderos filósofos, se me pidió que resumiera un manual de gnoseología, un libro que desprecié de inmediato porque su autor no era un verdadero filósofo, sino un mero profesor. Me bocharon en el examen y, con esa decepción, volví a la literatura. Las cosas no mejoraron durante meses.
Pero una mañana se produjo el milagro. Estaba en una clase de Jaime Rest, quien, junto a Borges, enseñaba Literatura Inglesa. Borges no estaba en ese segundo semestre de 1960, y Rest se hacía cargo de todas las clases. Nos leyó un poema, «The Tyger» de William Blake. Después de algunas consideraciones generales, nos indicó que preparáramos alguna interpretación para la clase siguiente. Fui a la biblioteca y el poema se me mostró como un objeto perfectamente hermético. Ni siquiera entendía el significado de la palabra Tyger en ese extraño contexto. Sin embargo, me sentí muy excitada ante un obstáculo que, por primera vez en esos meses, tenía una medida contra la cual valía la pena luchar. Ese tipo de desafío era el que yo pensaba que estaba en las profundidades de la literatura. Pero mi excitación y mi alegría se chocaron con sus propias causas. Estaba encantada porque no entendía el poema, pero, al mismo tiempo, no entender nada era una experiencia difícil de aceptar.
El poema me gustó a primera vista precisamente porque no podía decir una palabra sobre él. No podía adivinar ni siquiera su contenido más evidente. Ni me imaginaba que Dios era parte de sus preguntas. Tampoco adivinaba por qué la palabra «simetría», que siempre me había parecido una palabra tranquila, iba acompañada por el adjetivo «temible»: What immortal hand or eye / Could frame thy fearful symmetry. No entendía el lazo más obvio entre Tyger y fire:
In what distant deeps or skies / Burnt the fire of thine eyes / On what wings dare he aspire / What the hand dare seize the fire? Aunque parezca increíble, mi ignorancia en materia religiosa (típica de alguien de familia católica) me impedía ver la paradoja en el verso: Did He who made the lamb make thee? Por supuesto, ignoraba el sentido del tópico del tigre, que llegaba hasta Borges.
En síntesis: lo busqué a Jaime Rest en un bar cerca de la facultad. Fui derecho a su mesa y le dije: «Puedo entender todas las palabras, pero no sé qué quieren decir en este poema». Me invitó a tomar un café y me dio una explicación de la que hoy no recuerdo nada, pero lo que sí recuerdo es que quedé deslumbrada. Todo lo que yo había leído hasta ese momento se desvaneció y solo quedó el tigre en llamas de Blake. Al fin, había encontrado lo que buscaba en la universidad: algo que fuera completamente ajeno a mi mundo y a mis conocimientos.
No diré que todo cambió a partir de esa tarde porque sería falso. La vida es mucho más contradictoria. Pero encontré poemas como «The Tyger» en todos los años que estuve en la universidad. El trabajo era duro, y yo no tenía todos los instrumentos para hacerlo. Uno de mis compañeros estaba mucho más actualizado. Me humillaba mencionando autores y movimientos estéticos sobre los cuales yo no tenía la menor idea: eran palabras que de todos modos sonaban como una utopía. Una noche me invitó a un concierto de música serial, sobre la que yo no había escuchado ni una palabra, ni, mucho menos, una sola nota. Pero esa noche aprendí el nombre de Schönberg.
Comencé a darme cuenta de que no entender era una de las experiencias centrales de la relación con la literatura y el arte, por lo menos en lo que llamamos la cultura moderna. Todavía no había leído la frase de Brancusi: Regardez mes sculptures jusqu’à ce que vous les voyiez. Años más tarde, un amigo traduciría estas palabras a propósito de un cuadro ante el cual yo manifestaba mi resistencia: «Miralo hasta que te guste», me dijo. Eran los comienzos de la década de 1960 y Derrida todavía no había escrito su famosa frase en «La pharmacie de Platon»: Un texte n’est un texte que s’il cache au premier regard, au premier venu, la loi de sa composition et la règle de son jeux.
En lo que me concernía, casi todos los textos modernos escondían su hechura a mis ojos. Y eso los volvía tan fascinantes. Detrás de esa fascinación operaba una idea de cultura. Para decirlo rápidamente: una cultura no era lo que se sabía ni consistía en los objetos familiares, sino en lo desconocido. La cultura no era próxima, sino extraña y remota. La cultura no era un refuerzo de mi identidad, sino un desafío que la ponía en cuestión. Esta concepción agonística de cultura tenía al conflicto (social, estético, ideológico) como su impulso.
Presuponía también un conjunto de hipótesis. Para empezar, que la literatura y el arte resultan de un tipo especial de trabajo que podemos llamar «formal». En las obras valiosas, los procedimientos formales no pueden pasarse por alto, ya que, después de su improbable e inútil disolución, no queda nada. Roland Barthes afirma este principio en un libro luminoso, El placer del texto. El texto que llamamos modernista o vanguardista exige un acto de lectura que se pliegue a la superficie de lo escrito. Según Barthes, algunos textos (no todos, no Balzac, no Victor Hugo, por ejemplo) requieren un lector capaz de plegarse, doblarse y perseguir sus propios plegamientos. Este lector es capaz de entregarse al texto, de perderse en él, de experimentar un rapto: Un emportement vers le Nouveau.
Se trata de un lector capaz de trabajar en el tiempo y con el tiempo; Lyotard, contemporáneo de Barthes, indicó que el tiempo y el vacío son dimensiones inseparables del pensamiento y del objeto estético. En 1986, en un seminario dirigido por Gumbrecht en Siegen, dijo: «Pensamos en un mundo de inscripciones que ya han sido hechas, que, si tú quieres, Sepp, podemos llamar cultura. Pero si podemos pensar, es porque algo falta en esa plenitud». La clave del pensamiento y la literatura es, precisamente, lo que falta, lo que no tenemos. Esta es, por supuesto, una perspectiva moderna: las artes se definen sobre la base de un vacío donde se instituye el sentido. El sentido es posible porque existe una ausencia, un quiebre: la ausencia de un objeto, la división de un sujeto.
Posiciones como las que acabo de sintetizar de un modo un poco brutal corresponden a lo que hoy se considera parte del pasado. La tensión moderna hacia un arte formalmente orientado, sostenido por las actividades de un sujeto que, aunque dividido y erosionado, todavía es quien busca sentidos a través de complejas negociaciones entre lo que se dice, lo que se calla, lo que no puede ser dicho, ha sido ya objeto de la crítica más radical.
Desde un punto de vista sociológico, la noción de arte y literatura corresponde a una formación elitista en la que el lector (o el espectador) ha sido entrenado con mucho trabajo en instituciones especialmente dedicadas a ello. Mis aventuras con el poema de Blake en la Universidad de Buenos Aires son un ejemplo. Nada puede agregarse a esa vieja historia. Tiene todos los elementos de una educación moderna y elitista, y responde a un guion conocido: compromiso personal, esfuerzo ilimitado, aprendizaje del oficio y comunicación de una tradición. Precisamente, la educación cuya crisis comenzó en los años sesenta.
Hace unos años, celebramos, o en todo caso recordamos, un momento privilegiado de esa crisis: los acontecimientos de París en Mayo de 1968. Quizás la consecuencia más duradera de aquella revuelta estudiantil sean los cambios introducidos en la educación. El impulso antiautoritario y el contenido igualitario y anárquico de los acontecimientos parisinos influyeron sobre el sentido común de la educación en los años setenta. En paralelo con las revueltas de Berkeley y duplicados por la discusión del canon en Stanford, difundidos sobre la mayor parte de Occidente, los ecos de Mayo de 1968 todavía pueden escucharse hoy, cuando la chispa de la revolución cultural encendida en París es parte de la historia de las clases medias y del radicalismo pequeñoburgués. Desde una perspectiva latinoamericana, Mayo del 68 combinó muy bien de Siegen en noviembre de 1986, en los aspectos juveniles de la Nueva Izquierda con la primera década de la Revolución Cubana.
Trataré de seguir el hilo de mi argumento. La anécdota sobre el poema de Blake pertenece a una institución pre-1968 y a una relación pre-1968 entre esta institución y los sujetos incluidos en ella. La revuelta estudiantil fue, en cambio, un acontecimiento muy moderno que contribuyó a abrir la configuración cultural posmoderna a través de la crítica de la autoridad. Los años que siguieron a Mayo del 68 fueron la escena de un activismo político radical, un intenso compromiso político y una presencia masiva de diferentes sectores en la esfera pública. Lo que hoy llamamos la «privatización de lo público» parecía improbable en los años sesenta y tempranos setenta. Sin embargo, algunos de los rasgos de la configuración cultural contemporánea pueden remitirse a la erosión de la legitimidad cultural que fue impulsada por el antiautoritarismo de Mayo del 68 y las prácticas radicalizadas de la Nueva Izquierda latinoamericana.