El último libro de Beatriz Sarlo

¿De dónde salió Beatriz Sarlo, la intelectual más conocida de la Argentina, la que saltó de las revistas culturales al mundo académico y después al periodismo gráfico y televisivo, la que opinó sobre literatura y actualidad incluso en los canales de streaming?
No entender es el nuevo libro de memorias de la ensayista, el cual comenzó a escribir en 2017 y que finalmente entregó en 2024. Publicado por Siglo XXI, esta es la historia de cómo la niña nacida bajo el nombre de Beatriz Ercilia Sarlo Sabajanes se convirtió en Beatriz Sarlo, de cómo incorporó dócilmente todo lo que le enseñaron al tiempo que desobedecía los mandatos familiares movida por una voracidad cultural sin límites.
Con un estilo nítido y directo, Beatriz Sarlo bucea por primera vez en la intimidad de su novela familiar y en los momentos iniciáticos: cuando huyó de la casa materna y del desamor de su madre, cuando decidió que quería ser una intelectual sin saber qué significaba esa palabra, cuando vivió en un sótano y conoció una bohemia que muy pronto sería barrida por la vanguardia del Instituto Di Tella, cuando decidió estudiar Letras. Su memoria se detiene en la figura central y ambivalente del padre, a quien adoraba aunque lo viera acabado por el alcoholismo.
Si en No entender Beatriz Sarlo aborda temas que había evitado hasta ahora, lo hace asumiendo que en su vida como en el arte y la literatura hay un misterio irreductible, y que se trata de insistir, con avidez y disciplina, hasta que algún sentido pueda capturarse.
A continuación un fragmento del libro:
Aprendí todo lo que se les ocurrió enseñarme. Tenían el poder de la ley cultural y me habían enseñado a respetarla con insistencia benevolente. Me querían mejor, más completa y preparada de lo que ellos habían sido; que no cayera en los mismos errores, que fuera sabia desde el principio. Un imposible, deseaban. Me sometí a la ley cultural mucho antes de conocerla, como un creyente se somete a la divinidad sin pretender conocer sus atributos. La ley cultural era mi inconsciente, al que obedecía sin saber de qué se trataba, ni cuáles eran sus órdenes ni las consecuencias de mis actos si las desobedecía.
Me enseñaron poemas, horribles o mediocres, que aprendí de memoria. La mayoría eran por completo inapropiados, pero justamente por su distancia con lo que yo podía entender o experimentar me gustaban mucho y podía recordarlos: «Muy cerca de mi ocaso, yo te bendigo, vida, / porque nunca me diste ni esperanza fallida / ni trabajos injustos ni pena inmerecida». Literalmente, no entendía nada. Pero en ese no entender residía toda la promesa futura: cuando por fin entendiera, algo pasaría. Presa de esta esperanza viví parte de mi primera infancia, antes de poder comprender esas líneas de Amado Nervo. El enigma era una adivinanza sin límite a la que había que darle tiempo. En algún momento futuro, yo podría descifrar ese hilo de palabras que, cuando las aprendí de memoria, no me ofrecían ningún sentido.
Me atraía la resistencia del sentido, no su apertura. Entender de inmediato llegó a significar, para mí, que lo que se entendía no valía la pena. Si cualquiera lo entendía al instante, mejor dedicarse a otra cosa, porque era más excitante destruir obstáculos que no encontrarlos. También se podían pasar por alto las dificultades, dejar esos detalles incomprensibles para que el futuro los resolviera o fingir que no existían. Esto no convierte a alguien en buena lectora, sino en ejecutante de una partitura incomprensible, que se toca al piano solo para comprobar que los dedos aciertan en las teclas. A veces, lo que leía sonaba como si hubiera sido escrito en una lengua extranjera, de la que reconocía palabras pero no significados.
Nadie percibía mis dificultades. Nadie me explicó qué era la escuela dominical a la que asistía Tom Sawyer, ni señaló en un mapa el río por el que navegaba Huckleberry Finn. Tampoco yo me preocupaba por saberlo, porque practicaba una lectura veloz y desprolija. De haber encontrado notas explicativas, me las habría salteado, para no detener el avance de la ficción. No era curiosa sino hambrienta. De todos modos, la comida abundaba. Crecí rodeada de adultos convencidos de que su principal, si no única, misión en la vida era educarme. Mi padre, mostrándome los tres tomos de la Historia de San Martín de Bartolomé Mitre, en su primera edición, como si ese acto ya contuviera el deber, el método y el placer de una lectura que, décadas después, me hizo conocer la hazaña del abuelo de Borges en la batalla de Junín. Mis tías, leyendo en voz alta a Mark Twain, en las ediciones a dos columnas de Espasa que sacaban de la biblioteca pública del barrio. Un tío, regalándome a los 12 años la doble colección de novelas de Julio Verne y Salgari, que me venía contando desde mucho antes, cuando alternaba esas aventuras con el recitado incomprensible de alguna serranilla del Marqués de Santillana:
Moza tan fermosa
non ví en la frontera,
com’una vaquera
de la Finojosa.
Faciendo la vía
del Calatraveño
a Santa María,
vencido del sueño,
por tierra fraguosa
perdí la carrera,
do ví la vaquera
de la Finojosa.
Me fascinaba la palabra «finojosa» porque era completamente desconocida y, sin embargo, evocaba sentidos comprensibles: la vaquera (profesión que sonaba como el femenino de vaquero, que conocía por las películas) era fina y de ojos grandes, rasgo indiscutible de belleza. Una pastora de vacas, hermosa por sus ojos. Listo. Allí había un sentido perceptible, abarcable, casi familiar con las imágenes del cine de Hollywood. El resto también podía asemejarse al argumento de historias conocidas: alguien se enamora de alguien a primera vista, flechazo romántico.
Yo imaginaba entender lo que no entendía. Pero seguramente la lectura es eso: ¿cuánto del Ulises, cuánto de Kafka imaginamos en una comprensión tranquilizadora, pero probablemente infiel?
¿Cuántas veces, al releer, descubrimos que la primera lectura fue un tejido de atribuciones y presupuestos inciertos?